martes, agosto 01, 2006

El origen del silencio

Caía la tarde cuando al fin abandonaron la ciudad. Aída sabía que el viaje sería largo, así que pensó en algunas melodías clásicas que de algún modo siempre le habían parecido propias de la carretera: Alan Parsons, The Art of noise, Kate Bush. Nada muy complicado. Erik sonrió condescendiente cuando los primeros acordes irrumpieron a un volumen discreto en los altavoces del Tsuru, pero evitó algún gesto que pudiera sugerir su desacuerdo: sabía, por experiencia, que la cadencia de aquella música era más propicia para el sueño que para mantener los sentidos alerta, pero no deseaba contrariarla, no después del esfuerzo que había representado convencerla de que viajar por la carretera libre le vendría bien a su economía. Y ella, ignorante de aquellas reflexiones, satisfecha con su selección, pronto se abandonó al cambiante paisaje del camino.
-¿Fumas? -le preguntó él, ofreciéndole de la cajetilla que momentos antes descansaba en el tablero.
Aída negó con un gesto y se mantuvo absorta en la progresión de imágenes que pasaban a su lado. De hecho, en cierto momento se descubrió en medio de un juego absurdo: buscaba coincidencias entre el ritmo de las canciones y la aparición de los señalamientos, de las viejas rancherías, de los ruinosos puentes cuya sombra partía fugazmente la angosta carretera.
-¿Te molesta si yo fumo? -La voz de Erik la abortó de esa breve magia.
“Hazlo”, le respondió sin hablar, instalada en un gesto que le confería a su rostro una inmovilidad casi fotográfica. “No tengo ningún problema”.
Que él buscara su aprobación en actos así de cotidianos parecía una atención exagerada, pero era algo que Aída había aprendido a amar. Eso, y los largos espacios de silencio entre los dos, un detalle que parecía nimio pero que a final de cuentas había resultado fundamental para que su relación hubiera alcanzado la madurez luego de aquellos largos años de noviazgo.
Se habían conocido en una reunión de amigos comunes. Ni siquiera recuerdan quién los presentó, lo cierto es que ambos se agradaron desde el primer instante. Ella se sintió atraída por su rostro de expresión neutra, por el tamaño de sus manos, que parecían corresponderse plenamente con la profundidad de su mirada de ojos claros, casi grises, de muchas formas inquietantes. Él, por su parte, recuerda el brillo de su pelo castaño derramado sobre sus hombros desnudos, y el hoyuelo que se dibujó en su mejilla cuando le dijo su nombre y repitió a la vez el suyo como si quisiera guardarlo, robárselo un poquito, quedarse con algo que él tuviera que buscar. Y así lo hizo: un rato después la vio a solas al fondo del jardín y fue hasta ella.
-¿Qué haces? -le susurró muy cerca del oído.
-Recobrar mi silencio -le respondió ella.
El contenido de aquella respuesta no era muy alentador, pero sí lo era la forma de expresarlo: Aída lo había mirado fijamente, como si quisiera mostrarle que la puerta estaba abierta, no sólo la de ese espacio de silencio, sino también la de su cuerpo, que una o dos semanas después Erik aprendería a ocupar como ocupó la silla vacía a su lado, húmeda aún por la ligera llovizna que recién había cedido.
Y esa tarde no conversaron: se quedaron quietos, uno al lado del otro, callados, observando la hiedra entramada sobre el muro, preguntándose si aquello era posible, si el silencio podría ser el hogar que los hospedara para siempre.
Tres años después, Aída recordó ese momento cuando pulsó un botón del autoestéreo y la música cesó de golpe. Sí, aquel silencio seguía vivo entre los dos.
La carretera se veía desierta cuando el auto trascendió al fin el oscuro tramo de curvas que habían estado recorriendo durante minutos que parecían hermanarse con la eternidad. El sol, a un costado del mundo, empezaba a ocultarse. El horizonte entonces fue adquiriendo un rosa tenue, que ambos miraron a hurtadillas a través del cristal.
-Pronto oscurecerá -avisó él como si fuera necesario.
Aída apoyó una mano en el muslo de Erik, que la fue siguiendo con la mirada hasta encontrar que en aquellos ojos cafés se repetía el ocaso, como si en ellos la luz del sol hubiera encontrado el único refugio disponible para no morir con la noche.
La amaba, lo sabía, pero esa certeza se desvaneció en un instante cuando el golpe del asfalto los sorprendió. El auto viró hacia un costado y una esquina de la defensa rozó la barda de contención. Aída no necesitó enmudecer: su silencio se hizo atroz cuando halló por un momento la imagen aterradora del vacío.
Erik se aferró con fuerza al volante y en segundos recuperó la línea blanca que partía en dos la serpiente del asfalto.
-¿Qué pasó? -preguntó Aída alarmada, mirando el rostro de Erik, que reproducía cabalmente su propia urgencia de respuestas.
-Un bache, no sé -balbuceó él-. No lo vi.
Entonces escucharon el golpeteo insistente debajo del vehículo.
-¿Oyes? -dijo Erik, y no esperó más: lentamente fue girando el volante y se estacionó sobre un terraplén.
Aída lo vio salir, rodear el auto, forzar la vista buscando el origen del ruido. Se agachó frente al cofre y unos segundos después reapareció. En su gesto había desolación.
-Se ponchó una llanta -le dijo cuando volvió a entrar en el auto para tomar las llaves-. Voy a tener que hacer talacha...
Aída lo siguió con la mirada. Erik abrió la cajuela y revolvió con esfuerzo las maletas para extraer la refacción. Rodó la llanta nueva hasta el frente del vehículo y volvió por las herramientas. Sólo entonces ella se animó a salir.
-¿Es difícil? -le dijo.
Erik le sonrió.
-Nada que tu hombre no pueda hacer -le respondió, acariciándole una mejilla con el dorso de la mano.
Pero se equivocaba: los orificios de la llave de cruz no coincidían con los birlos. Erik volvió a escarbar en el interior de la cajuela; luego, entró en el auto y buscó en la guantera, debajo de los asientos, incluso en los compartimientos del tablero. Finalmente se cruzó de brazos y miró el horizonte apagado.
-Es inútil -reflexionó en voz alta-. Sin esa maldita pieza no puedo sacar la llanta.
Comenzaba a hacer frío, pero nada era tan incómodo como la idea de permanecer la noche entera en medio de aquel lugar.
-Y no pasa ni un alma -musitó Erik, casi para sí mismo.
El cofre guardaba aún algo de calor. Se recargaron, tocándose apenas con los hombros, mientras seguían la profunda herida de asfalto que ya empezaba a borrarse.
-¿Ves aquellas luces? -le dijo él al cabo de un rato-. ¿No te parece como un pueblito?
-Puede ser -le dijo Aída, presintiendo la irremediable soledad que la aguardaba.
-Sí, yo creo que es un pueblo.
-Y no pensarás ir por ayuda, ¿verdad? -En la mirada de ella había una súplica, un ruego que nunca consiguió anteponerse a la repentina obstinación que se fue concretando en esos ojos que amaba.
-No veo más remedio -dijo él.
Entraron en el auto. Erik volvió a insertar la llave en el encendido y cogió su chamarra del asiento trasero.
-No vayas -insistió Aída, en un tono tan endeble que ella misma supo inmerecido.
-Es mejor que quedarse aquí a esperar, ¿no crees? Piénsalo: nadie va a detenerse y arriesgarse a que lo asalten. ¿Tú lo harías?
Aída no respondió.
-Tampoco quiero que me acompañes: si ya el hecho de estar aquí es peligroso, andando a pie es peor.
Aída lo abrazó. Todo y más de lo que hubiera querido decirle estaba implícito en ese silencio, tan de ambos.
-Pon los seguros -le aconsejó él-. Siempre están los celulares; si alguien llega a detenerse, llámame. Igual lo haré si necesito algo.
Le dio un beso muy breve y emprendió el camino.
Aída lo vio alejarse. No quiso perderlo de vista, incluso cuando su figura era apenas una cosa más que adivinar entre las sombras.
Al principio, creyó que la música la confortaría. Pero aquellas canciones, tan entrañables, le supieron absurdas en el contexto de su incómoda circunstancia. Se entretuvo después en contar los minutos que le tomaba al ocaso abandonar ese débil fulgor que no terminaba por desaparecer del todo. En cierto momento pensó en abandonarse al sueño; acaso el rigor de la inconsciencia acallaría ese miedo repentino que de pronto, inexplicablemente, lo era todo. Cerró los ojos y se entregó a las sombras. Pero un instante después algo la sobresaltó: era un ruido, apenas un rumor que el viento arrastraba desde algún lugar impreciso. Los números en verde en el tablero le confiaron una realidad extraña: aquel breve estallido entre la vigilia y el sueño había durado varios minutos. Se había dormido, quizá una media hora, y la luna había empezado a develar un paisaje espectral de enormes sombras y distancias que parecían irreales.
Un hilillo de saliva le resbalaba por la comisura de los labios. Se limpió y bajó la visera del auto para mirarse al espejo. Entonces el reflejo le confió las diminutas luces de un auto que se sugería a lo lejos, progresando tímidamente hacia ella. Sin pensarlo dos veces salió a la noche y dio algunos pasos hacia la parte trasera del Tsuru, pensando en que quizá, al verla, el conductor se detendría.
Los primeros rasgos de una risa idiota y lejana le devolvieron de súbito todos los temores de infancia. Ahora lo sabía: aquel ruido estaba a sus espaldas. Pero el viento hacía difícil precisar una distancia. Sin volver la vista atrás reanudó el paso, desesperada al ver que las luces del auto, como si se tratara de un espejismo, se desvanecían por instantes en las curvas del camino.
Y las risas -ya no había duda- se habían vuelto más nítidas, cada vez más cercanas.
Aída tropezó por un momento y cayó de bruces sobre las piedras. El auto, en ese momento, apareció detrás de una curva. Como pudo se incorporó y agitó los brazos. Pensó fugazmente que tal vez habría sido mejor encender las intermitentes. Ya no era necesario: el vehículo -una pick up de medio uso- empezó a aminorar la marcha al descubrirla.
Todo ocurrió en un instante: primero fue el rostro del conductor, el miedo cincelado en porcelana de ese hombre que jamás había visto y que no querría volver a recordar; luego, las luces del vehículo, que apuntaron hacia el vacío de oscuridad en el que Erik se había internado hacía ¿horas?, ¿minutos?; finalmente, fue el chirrido de llantas, y el aire nauseabundo que el auto dejó al desaparecer a toda prisa.
Aída, incrédula, persiguió con la vista la silueta borrosa de la camioneta que se alejaba, y descubrió con horror el aterrador desfile de cuerpos desnudos que las luces le revelaron en ese instante perturbador.
El miedo, contrario a lo que cuentan, no hace presa de tu cuerpo, sino que lo abandona. La inmovilidad, la sensación de no estar ya más en ti, es evidencia suficiente. Aída sintió que sus piernas no le respondían cuando su mente atribulada por esa imagen imposible le aconsejó correr, buscar refugio en el auto, esconderse de la desnuda procesión que se acercaba, que irremediablemente, de un momento a otro, la alcanzaría. De golpe abrió la portezuela y se arrojó en el interior del auto. No quería, no debía mirar. Las risas no eran más un rumor. Aquellos hombres estaban ahí, rodeando el auto, golpeando los cristales, llamándola.
No debió ver. Pero lo hizo.
Semejantes a espectros, calvos, desnudos, de expresión imbécil, los hombres callaron al ver que Aída al fin se decidía a mirarlos. Sus vientres flacos, costilludos, volvieron entonces a agitarse por la risa atroz que de pronto cobró sentido: en la mano de uno de ellos estaba Erik. Su cabellera rubia, ya inútil, se enredaba entre los dedos huesudos que delante de sus ojos sostenían con firmeza la cabeza arrancada de un cuerpo que ya nadie sabía.
Antes de irse -riendo, siempre riendo-, dejaron la cabeza sobre el cofre. Y esos ojos, sin brillo, se quedaron así, fijos para siempre en la mujer enmudecida.
Lo demás fue silencio.Entre ellos no podía ser de otra manera.

4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

esto se trata de una pendeja mal criada re pero re puta, recontra culeada, prostituta, sopla quena, y ensima me lo pidieron para lengua nada que ver.

2:34 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

hay un olor a orto en mi escuela no se dan una idea. hoy me cage a trompadas con uno de noveno y llo voy a septimo lo hiza mierda le rompi la nariz,el labio y el ojo se lo abri 25 amolestsiones me pusieron

2:36 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

yo voy a la escuela la providencia es una mierda queda en quilmes

2:39 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

sol es una puta

7:33 a.m.  

Publicar un comentario

<< Home